VIVIR EN CALABOZO (II)

La terraza fluvial permanece solo como un punto de referencia, a salvo de las inundaciones y deliciosamente temperada por la brisa, hasta que en 1723 llegaron otros dos capuchinos, fray Bartolomé de San Miguel y fray Salvador de Cádiz y dejaron establecidas las misiones que ya convertirán la terraza en espacio habitado. Las misiones se llamaban de la Santísima Trinidad y de Nuestra Señora de los Ángeles, pero se les conocerá, mientras existan, como la Misión de Abajo y la Misión de Arriba, y entre ellas se fundará, al año siguiente (1724) la Villa de Nuestra señora de la Candela­ria y Todos los Santos de Calabozo. Lo del nombre de Calabozo ha sido motivo de muchas discusiones. En general se cree que el nombre proviene del lugar de reclusión que entre las dos misiones establecieron los curas para encerrar a los cuatreros y a los pecadores, y que sería un simple calabozo en plena terraza. Pero también hay quien piensa que se trata de la deformación de alguna palabra indígena, lo cual, desde luego, debe tener defensores entre los que han hecho de lo indígena, como de Bolívar, una serísima religión. La Villa creció hasta convertirse en el centro de la vida organizada de toda su zona. La favorecía la altura y el hecho de que en sus alrededores los pastos se daban muy bien. En su espacio se construyeron bellísimas iglesias y casa notables. Un hecho, que revela el carácter muy especial de Calabozo, le llamó especialmente la atención al viajero universal Alexander von Humboldt: “Encontramos en calabozo, en el corazón de los llanos una máquina eléctrica de grandes discos, electróforos, baterías, electrómetros, un material casi tan completo como el que poseen nuestros físicos en Europa. No habían sido comprados en estados unidos todos estos objetos; eran la obra de un hombre que nunca había visto instrumento alguno, que a nadie podía consultar, que no conocía los fenómenos de la electricidad más que por la lectura del Tratado de ‘Sigau de la Fond’ y de las ‘Memorias de Franklin’. El Sr. Carlos del Pozo, que así se llamaba aquel estimable e ingenioso sujeto, había comenzado a hacer máquinas eléctricas de cilindro empleando grandes frascos de vidrio a las cuales había cortado el cuello. Desde algunos años tan solo pudo procurarse, por vía de Filadelfia, platillos para construir una máquina de discos y obtener efectos más considerables de la electricidad. Fácil es suponer cuántas dificultades tuvo que vencer el Sr. del Pozo desde que cayeron en sus manos las primeras obras sobre la electricidad, cuando resolvió animosamente procurarse, por su propia industria, todo lo que veía descrito en los libros. No había gozado hasta entonces sino del asombro y la admiración que sus experiencias producían en personas carentes por completo de instrucción, que jamás se habían apartado de la soledad de los llanos. Nuestra mansión en Calabozo le hizo experimentar una satisfacción enteramente nueva. Por supuesto que había de dar alguna importancia a los votos de dos viajeros que podían comparar sus aparatos con los que se construyen en Europa. Yo llevaba electrómetros de paja, de bolilla de saúco, y de hojas de oro laminado, y asimismo una botellita de Leyden que podía cargarse por frotamiento, según el método de Ingeuhouss, la cual me servía para experiencias fisiológicas. No pudo el Sr. del Pozo contener su alegría al ver por primera vez instrumentos no hechos por él y que parecían copias de los suyos. Le mostramos también el efecto del contacto de metales heterogéneos sobre los nervios de las ranas. Los nombres de Galvani y Volta todavía no habían resonado en aquellas vastas soledades” (Humboldt, Alejandro de, “Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente”. traducción de Lisandro Alvarado, segunda edición, Ministerio de Educación, Dirección de Cultura y Bellas Artes, Caracas, Venezuela, 1956, Tomo III, pp. 191-192). Eso era vivir en Calabozo. Carlos del Pozo y Sucre, nacido en 1743 posiblemente en Cumaná o en Caracas, fue hijo de María Isabel de Sucre Pardo y Trelles, hija del primer Sucre llegado a Venezuela, Carlos Francisco de Sucre y Pardo y tía abuela de Antonio José de Sucre, casada en su tierra natal con José del Pozo y Honesto (Iturriza Guillén, Carlos, “Algunas familias de Cumaná”, Instituto Venezolano de Genealogía, Caracas, 1973. p. 717). Había sido visitador de la Renta del tabaco, y como tal combatió a los Comuneros en Trujillo en 1781. Al declararse la Independencia manifestó su clara condición de realista, a pesar de sus parientes cumaneses. Murió en Camaguán, no lejos de Calabozo, en 1813. Su hermano, José, estuvo entre los personajes relacionados con Francisco de Miranda y, equivocadamente, algunos historiadores lo tuvieron por peruano y jesuita, aun cuando se presentaba como “Coronel Pozo Sucre” y era venezolano. Calabozo fue de las primeras en unirse a Caracas después de que se decidió la Independencia y se convirtió ella misma en campo de batalla. El terrible José Tomás Boves salió de ella para sembrar el terror durante la guerra, y el 12 de febrero de 1818, a las seis de la mañana, Simón Bolívar cayó por sorpresa sobre el cuartel general de Morillo en Calabozo, en acción que ha sido calificada por Vicente Lecuna como “una de las operaciones más bellas de la guerra de independencia, y ella sola bastaría para hacer la gloria de un guerrero” (Lecuna, Vicente, “Crónica Razonada de las Guerra de Bolívar”, Tomo II, The Colonial Press Inc., New York, U.S.A., 1950, p. 137). Luego vendría una batalla que estuvo a punto de terminar con la presencia española en Venezuela muchos años antes de que en realidad se lograra. Se perdió por la terquedad de Páez, como le contó Bolívar en una carta al almirante Luis Brion, el 15 de mayo de 1818, cuando le dijo: “los que más ha contribuido a prolongar esta campaña ha sido la temeraria resistencia de San Fernando, y el empeño del general Páez en tomar esta plaza, que siempre se habría rendido con el simple bloqueo que se le había puesto desde mi llegada aquí” (Bolívar, Simón, “Obras Completas”, Ministerio de Educación de los Estados Unidos de Venezuela, Editorial Lex, La Habana, Cuba, 1947. Tomo I, p. 285). Pero eso fue mucho tiempo después, cuando ya las iglesias de Calabozo estaban hechas de piedras viejas. Hoy las dos misiones que generaron la bella ciudad llanera ya no existen ni siquiera como ruinas. Cerca de donde estuvo la de Arriba hay un restaurant llamado “La Misión”, y para los habitantes del lugar la referencia a las misiones, la de arriba y la de abajo, sigue usándose para localizar sitios y hasta para dar direcciones a viajeros. Sin embargo, Calabozo es, sigue siendo, uno de los sitios más interesantes de Venezuela y conserva esa magia que le da su propio aislamiento, su cercanía al cielo. En el último cuarto del siglo XX la vida cultural de la ciudad era impresionante. En la casa en la que nació un gran poeta, Francisco Lazo Martí, funciona uno de los Ateneos más importantes de Venezuela. Su acceso por el Norte, cuando hay que pasar sobre el dique que contiene las aguas del río Guárico, cuya represa deja ver aún las ramas muertas de los árboles que son como esculturas fantasmales, es de una belleza sobrecogedora. Y en todos sus rincones hay una presencia ineludible, clara e importante de poesía, de esa poesía que materializó en su tiempo Lazo Martí y que, mucho tiempo después han hecho Efraín Hurtado y Alberto Hernández, entre otros.

FIN

VIVIR EN CALABOZO (I)

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