Mientras se desarrollaba la vida en la costa, en el norte, oriente y occidente del país, muchas cosas ocurrían tierra adentro. Veamos qué. Ningún sitio puede llamarse “tierra adentro” con más propiedad que Calabozo. Es, prácticamente, el centro geográfico de toda Venezuela. Y como tal, debería ser la capital del país. Pero hay que reconocer, que a pesar de sus muchos encantos, no se ve favorecido por el clima. Posiblemente por eso no es la capital del país, aunque bien podría serlo gracias no solo a la geografía, sino al talento y a la cultura de sus mejores habitantes. Si cuando empezó la conquista Venezuela era un territorio poco poblado, el Llano, que ocupa una buena parte de su espacio, estaba prácticamente despoblado. Apenas lo atravesaban familias de nativos que durante el período de lluvias subían y durante la sequía bajaban escarbándose la vida. El Llano es un mar inmenso de tierra y vegetales dividido en dos: Una parte que se convierte en un enorme lago de agua dulce en la temporada lluviosa, que es el Bajo Llano, y otra que sirve de refugio a los seres vivos para escapar de esas inundaciones, que es el Llano Alto. Y si en la temporada lluviosa el Bajo Llano se hace mar, en la temporada seca ambos, Alto y Bajo, se convierten en poco menos que desiertos poblados de esqueletos que rinden un caro homenaje a la muerte. Todavía, a pesar de que poco a poco el mal llamado progreso ha ido transformando el ambiente hasta hacerlo casi irreconocible, hay quienes practican esa vida nómada. En la temporada húmeda se les ve buscar en las rendijas y en la otra cazar y pescar. Pero todo ha cambiado. Hay carreteras que cortan el mar verde, ciudades que se parecen a las de otros continentes, cercas que interrumpen el paso de los seres quietos, torres y antenas que parecen amenazar al cielo, y hay silos que parecen montañas en donde jamás ha habido ni siquiera colinas que merezcan llamarse colinas. Calabozo, en especial, es un sitio extraordinario. Quizá por estar lejos de todo, ha tenido una vida propia e inconfundible desde que se convirtió en lugar poblado. Ya antes de que en su espacio se estableciera la gente llamaba la atención a quienes pasaban por allí, al extremo de que pueda saberse quiénes fueron, porque no se cansaron de contarlo a quienes podían escucharlos. Por allí pasó en sus primeras correrías importantes Diego de Losada, cuando salió de Puerto Rico con Pedro de Reinoso, a explorar mundo en las huestes de Antonio Sedeño, que había llegado a la isla un año después del nacimiento de Losada, de donde se infiere que debe haber nacido en torno al año del primer viaje de Colón. Tendría Sedeño, al ver los Llanos, algo más de cuarenta años, una edad considerable en aquellos días. En 1530 consiguió licencia para comerciar con indios, lo cual no lo hizo demasiado popular entre los indígenas, como tampoco entre sus compatriotas, pues siendo gobernador de Trinidad no respetó los fueros ajenos e incursionó en Tierra firme. La Audiencia de Santo Domingo, enterada de sus tropelías, le envió a un licenciado Juan de Frías para que lo hiciera preso, pero quien resultó arrestado fue Frías, en Paria. La Audiencia de Santo Domingo, envió entonces al Licenciado Francisco de Castañeda con órdenes expresas y fuerzas suficientes para a capturar a Sedeño, que huía para evitar el castigo. Una esclava india resolvió todo el problema con una bonita dosis de veneno que llevó a don Antonio a quedar enterrado bajo un enorme árbol junto al río Tiznados, cerca de Calabozo, en 1538. Diego de Losada debía andar por los veintiséis o los veintisiete años de edad y, a la muerte de su jefe, se quedó con la mitad de las tropas (la otra mitad correspondió al otro subalterno, Reinoso, capturado y desarmado poco después en Barquisimeto por Lope Montalvo de Lugo). Losada no tuvo tropiezos en llegar a Coro, que había sido fundada ocho o nueve años antes por el hijo de Juan Martínez de Ampíes o Ampiés (Sucre, Luis Alberto, Op. Cit., p. 9). Años más tarde, en 1550, una expedición ganadera de Francisco Ruiz, que iba de El Tocuyo a Margarita, atravesó el sitio y dejó constancia de su paso (Castillo, Lucas Guillermo, “Villa de todos los Santos de Calabozo. El derecho de existir bajo el sol”. Caracas, Venezuela, 1975, p. 16). Y Garcí González de Silva, dos años después de haberse casado con doña Beatriz de Rojas (en 1576), fue enviado por el gobernador y capitán general don Diego de Mazariego a combatir y amedrentar a los indios caribes que insistían en defenderse de los invasores blancos aposentados en Valencia. Don Garcí no se conformó con echar a los indígenas de los alrededores de Valencia, sino que los persiguió hasta las riberas de los ríos Guárico y Tiznados, hasta Calabozo, y luego de hacerles morder el polvo siguió de paseo hasta el Orinoco. Por algo terminó convertido en el mayor terrateniente que ha conocido Venezuela, antes y después de la Independencia. Pasados nueve años (1585), Sebastián Díaz Alfaro fundó, en el borde del océano de tierra, San Sebastián de los Reyes, que sería desde entonces uno de los principales puntos de partida del proceso de población de los Llanos. Proceso que no fue fácil ni sencillo. Si hoy en día es duro pasearse por esos mares de vegetación generalmente rala y de quemas y “bombas” e inundaciones y sequías, hay que hacer un esfuerzo casi cruel para imaginar cómo sería en aquel tiempo de armaduras de metal y fiebres. “Desde San Sebastián hacia el sur, al Orinoco, se empleaban siete días de buen caminar de una bestia. En esas inmensas distancias se encontraban uno que otro asiento de hato, separados por la vasta soledad del llano. El ganado y el hierro eran lo importante, la tierra era libre y de todos”, comenta Castillo Lara (Op. Cit., p. 17), por cierto, nativo de San Sebastián de los Reyes, y no se queda corto. En ese espacio hecho para los ojos, nació Calabozo. Hecho para los ojos, no para la piel, que no solo se quema por obra del Sol, sino que se convierte en pastizal de mosquitos que transmiten esas enfermedades que los antiguos atribuían a los miasmas. Allí, en un espacio que se convierte en isla si las aguas suben demasiado, y que además recibe la bendición inapreciable de la brisa, se empeñaron los invasores blancos, que bien podrían haber venido de otro planeta, en fundar un poblado que sirviera de oasis a los buscadores de mundos nuevos que venían del Norte, o a los que ya los había encontrado o se habían declarado en aplastante derrota, que venían del Sur. Los capuchinos andaluces asumieron esa tarea en lo que entonces se llamaba los llanos de Caracas. Posiblemente de allí haya salido el acento dominante en el país, en que el que hay reminiscencias de andaluz a las que se mezcló el canario (por eso no se diferencia la “ese” de la “ce” y se aspiran las jotas y las haches y, en general, se “comen” varias letras). Dos de esos andaluces capuchinos, con sus espesos hábitos marrones y sus barbas tentadoras para piojos y garrapatas, fray Buenaventura de Vistabella y fray Arcángel de Albaide, se fueron hasta el Estero de Camaguán a fundar pueblos que duraron una brisa. En 1693 crearon Camatagua, en 1695 Jesús Nazareno de Calabozo, en 1696 Guanayén, en 1697 San Diego de los Aceites y en 1699 San Pablo de Guárico (Castillo, Lucas Guillermo, Op. Cit., p. 23). Iban construyendo poblados de arena de los que solo quedaba el recuerdo en el papel.
(Continuará)