Uno de los efectos perniciosos de la religión bolivariana (impuesta por los regímenes de Guzmán Blanco, en el siglo XIX, de Gómez en el siglo XX, y ahora llevado hasta la esquizofrenia por el de Chávez en el siglo XXI, religión que le ha hecho un daño terrible a Venezuela) ha sido el desbalance a la hora de tratar la Historia. Con ello también se ha perjudicado la visión que el venezolano debe tener de su pasado para entender el presente y prepararse para el porvenir. En general, los que se han ocupado de escribir libros sobre la Historia de Venezuela, la centran prácticamente en Caracas y en Simón Bolívar, que son como el cielo y el dios de la religión oficial del país. Tienen que hablar de Coro por los Welser y del Lago de Maracaibo por el nombre del país, y hacen mención de Cubagua y del Oriente porque no les queda más remedio, pero lo hacen con desgano, como por cumplir una obligación que no les gusta. La aventura de Juan Francisco de León puede tener algún eco porque terminó en Caracas, y las otras porque afectaron ciertamente a la autoridad que estaba en Caracas, pero hechos tan importantes como la Rebelión de los Comuneros rara vez salen a la luz en esos libros, porque en verdad tuvieron poco eco en la bella ciudad junto a la montaña cinética, y sin embargo, esa Rebelión fue importante y hasta tuvo una influencia fundamental, mucho tiempo después, en esa gran aventura de Simón Bolívar que se llamó la Campaña Admirable y probó la locura de ese falso dios, tan cercana, tan parecida a la de ese otro majadero que inventó don Miguel de Cervantes Saavedra, quién sabe si por algo que, tal como el nacimiento de don Simón, ocurrió en Caracas. La Rebelión de los Comuneros se produjo en las tierras andinas entre mayo y octubre de 1781. Eran los tiempos del rey Carlos III, uno de los soberanos menos desafortunados de España, que en Venezuela correspondieron, cuando la rebelión montañera, a los del gobernador Luis Unzaga y Amézaga, protagonista de dos hechos muy importantes: Ser el primer gobernador después del nacimiento de Venezuela como unidad política (1777) y liquidar el poderío de la Compañía la Guipuzcoana (1781). También le tocó presidir la apertura de Venezuela al comercio libre (hecho, desde luego, directamente relacionado con el cierre de la Guipuzcoana), lo cual tendría inmensas consecuencias para sus habitantes, pero igualmente fue parte del proceso de militarización del nuevo país, con todas las consecuencias negativas que lo militar tiene para la humanidad y contra los pueblos. La Rebelión no se inició en lo que hoy es Venezuela, sino en la Nueva Granada, que ahora se llama Colombia. Allá, según los analistas, fue consecuencia de la legislación fiscal impuesta por el gobierno de Carlos III, y aquí podría decirse que, además de esa misma causa, tuvo otra: Bien podría haber sido una reacción a la fría y apasionada eficiencia de José de Ábalos, primer Intendente de la provincia de Venezuela. Hoy en día Ábalos sería un superministro de economía y, como consecuencia de los espejismos de la política, terminaría su carrera como candidato frustrado, admirado por las minorías e ignorado por las mayorías; en su tiempo era un cabal y serio funcionario de la corte madrileña que fue designado Contador Mayor de la provincia de Venezuela en 1769 y demostró una gran capacidad, no solo para ejercer sus funciones, sino para ganarse la antipatía de los criollos y de muchísimos españoles, por su inflexibilidad y su condición de fiscalista puritano. En 1774 estaba de vuelta en España, pero en 1777 volvió a Venezuela como Intendente de Ejército y de Real Hacienda, desde donde volvió a su duro oficio de exprimidor de impuestos y terrible custodio de los intereses de la corte de Madrid. Estableció el estanco de los naipes, el del aguardiente y el del tabaco, tres de los vicios socialmente aceptados, y con ello tocó intereses y egoísmos que desembocaron en la rebelión abierta de los afectados. Uno de los grandes méritos, muy poco comentados, de Ábalos, fue el haber previsto en toda su magnitud el proceso independentista que se manifestaría cuatro décadas después: El 24 de septiembre de 1781, y justamente a raíz de la rebelión de los Comuneros, el Intendente escribió a Madrid previniendo a los políticos de turno acerca de la posibilidad de una verdadera y potente rebelión a favor de la Independencia americana. Indicaba que la causa de aquello era lo anacrónico y caduco del régimen existente en las colonias y la miopía de la política colonial de Madrid, y proponía la creación de tres o cuatro monarquías en tierras americanas, monarquías que debían tener reyes Borbones. No era algo muy distinto a lo que propondría desde el bando contrario Francisco de Miranda, a no ser por la condición republicana de la idea mirandina. Ábalos, vencida la rebelión de los Comuneros y casi sordos los madrileños a sus propuestas (salvo, quizás, en lo relativo a la eliminación de la Guipuzcoana), volvió a España en 1783, y no llegó a saber que sus peores temores se convertirían en realidad en manos de un caraqueño nacido en aquellos mismos días en que él había dejado la paz de Caracas, que no duraría sino treinta años. O menos.
(Continuará)
