LA PEQUEÑA TORRE AMABLE (I)

Una de las evidencias de que algo no anda bien entre los caraqueños es el que no utilicen la imagen de la pequeña y amable torre de la Catedral como símbolo de la ciudad. Símbolo de la Caracas urbana, porque el símbolo verdadero del valle no es otro que la hermosa montaña cinética que a toda hora marca el Norte, como una brújula enorme, natural y bella. Se ha tratado de que el pequeño y teatral edificio del Capitolio, o las torres del Centro Simón Bolívar, o los edificios de Parque Central, que de parque no tienen nada, salvo el nombre, se conviertan en esa imagen de la ciudad. Pero la pequeña y amable torre, con su reloj y su estatua en el tope, se mantiene, paciente y quieta, en su sitio, en dócil espera de que le reconozca su preeminencia. Allí está siempre, no solo en su sitio geográfico, sino en su sitio moral, como una presencia lejana y tranquila que recuerda todo el que está lejos de su ciudad, sobre todo si ese estar es más o menos permanente o muy prolongado. Es algo que siempre será así para los que de verdad amamos la ciudad junto a la montaña cinética, pase lo que pase. Claro está que no podría tener la misma grandiosidad de la catedral de Ciudad de México, o de la de Lima, o la de Bogotá. México, Lima y Bogotá fueron ciudades mucho más importantes durante el período de dominio español que Caracas. Hay hasta en la propia Venezuela templos mucho más importantes, no solo porque fueron hechos con más recursos, sino porque no tuvieron que sufrir los dudosos procesos de reconstrucción por los que pasó el de Caracas. Su historia es casi tan humilde como su aspecto. Casi diez años tardó el maestro carpintero Juan de Medina en levantarla (entre 1665 y 1675). Ya la pequeña ciudad tenía, entonces, un siglo de nacida, y además de los problemas creados por su fundador, que abandonó la aldea, ofendido porque no se le habían reconocido sus méritos y derrotado políticamente por Francisco Infante, y dejó tras sí una división que al parecer se ha mantenido por más de cuatro siglos. Y ya había conocido el castigo natural de los temblores, que a lo largo del tiempo se han convertido en costumbre.
Setenta años después de que los ingleses de Preston (cuando mataron a Alonso Andrea de Ledesma) dañaran el pequeño templo que había mandado a construir Losada, el maestro de carpintería Juan de Medina fue contratado por las autoridades para la construcción de la torre de ciento cincuenta pies de altura. En ella se ubicarían las diez campanas “de voces muy sonoras” que hasta entonces habían estado “colgadas de groseros horcones”. Ya para esa fecha el templo había sufrido los rigores de un terremoto, el 11 de junio de1641, que echó por el suelo todo lo que existía, excepto los muros de piedra que resistieron, y las leyendas que empezaban a nacer, como la de María Pérez (Maripérez), que según la tradición era una anciana muy rica, que ayudó al obispo Mauro de Tovar a rescatar la Custodia de entre las ruinas del templo (poco antes elevado al rango de Catedral) y con cuyas dádivas y donaciones de tierras se reconstruyó el edificio. La existencia real de María Pérez no ha sido probada. Según don Arístides Rojas, que es uno de sus admiradores y embusterísimo, su imagen ha estado en la Catedral desde 1664 o 1674, cuando el maestro de carpintería reparó las heridas del tiempo y, sobre todo, le puso su gran torre. En esa oportunidad, cuenta don Arístides, se habría colocado en la pared occidental del coro, ese retablo “de regular tamaño, el cual representa el martirio de San Esteban” y en el que junto al obispo Mauro de Tovar estaría “retratada” Maripérez. El ilustre médico e historiador informal caraqueño, a mayor abundamiento, narra con lujo de detalles que su factura estuvo relacionada con un hecho “si se quiere vulgar, pero que exigía cierta reparación de la sociedad caraqueña”, como lo fue la colocación de María Pérez, o más bien de su caricatura, en el purgatorio, un poco a lo Dante, por un tal Mauricio Robes (“cierto gallego, pintor de brocha gorda, insolente y desvergonzado por hábito, pues no había hora en que de su boca no salieran descomunales improperios”) (Rojas, Arístides, “Crónicas de Caracas”, 1a. Edición: Biblioteca Popular Venezolana, Dirección de Cultura, Ministerio de Educación (Venezuela), Imprenta Balmes, Buenos Aires, República Argentina, 1946. Reed: Fundarte, Colección Rescate/3, Cara­cas, Venezuela, 1982., pp. 77-78). Las investigaciones de Alfredo Boulton (Boulton, Alfredo, “El Solar Caraqueño de Andrés Bello”, La Casa de Bello, Caracas, 1978, p. 45) han probado que el retablo en cuestión es muy posterior y fue pintado por Juan Pedro López, el abuelo de Andrés Bello. Por su parte, Monseñor Nicolás E. Navarro no encontró en los archivos de la Catedral ningún dato cierto sobre donación de tierras por parte de la señora María Pérez, como querría la tradición, y sí, en cambio, pudo localizar evidencias de que ciertas funciones denominadas “Manuales” se financiaban con donaciones de una señora llamada María Pérez, que, legendaria o cierta, terminaría dando nombre a una parte de la ciudad actual, muy distante entonces de la pequeña aldea de los temblores (Navarro, Monseñor Nicolás E., “La Catedral de Caracas y sus funciones de Culto”, Parra León Hermanos, Editores, Caracas, 1931).

(Continuará)

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Un comentario

  1. La narración de la Historia de Caracas se ajusta exactamente a lo que dice la Historia, muchas gracias, por allí pasamos de niños y jóvenes durante años, en la Casa Belga a una cuadra de la Catedral, compramos nuestra primera bicicleta por 170 bolívares (1947) y la usamos como vehículo hasta el segundo año de Medicina . antonio clemente h

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