LA CASA DEL SABER (III)

Hasta que “¡O Tempora, O Mores!… aparecieron esas ideas extrañísimas y esos nombres extranjeros que vinieron a acabar con el equilibrio, con la paz, con los ósculos y con la defensa de la Inmaculada Concepción. El instrumento de El Maligno fue un sacerdote, Baltasar de los Reyes Marrero. No de los Reyes Magos, seguro, sino de los reyes corrompidos por El Maligno, como ese tal Enrique VIII de los ingleses, que mató a Tomás Moro, el que inventó la “Utopía”, porque no asistió a su boda sacrílega. Marrero nació en Caracas en 1752, treinta años después de que Su Santidad puso la Universidad de Caracas bajo su protección. Seis meses antes había tomado posesión de la gobernación y capitanía general de Venezuela el brigadier don Felipe Ricardos, que llegó con doscientos soldados para aplacar a los que pretendían desconocer la autoridad del rey por un molesto asunto de comercio en la provincia. Los padres de Baltasar de los Reyes eran canarios, y a los doce años lo hicieron ingresar en el Seminario de Santa Rosa. Fue un año terrible. Más de mil muertes hubo y casi toda la gente principal debió abandonar la ciudad por la epidemia de viruelas. No había tiempo de sepultar a los muertos, cuenta el franciscano Fray José Antonio Domínguez, una zanja del cementerio de Santa Rosalía sirvió de tumba colectiva. También fue el tiempo en el que la rivalidad entre los blancos nacidos en las Indias y los blancos venidos de España se hizo cada vez más notable y más patente. La idea de independizar la América española de la corte de Madrid no se había formulado todavía, pero empezaba a estar en el ambiente. El alzamiento de Juan Francisco de León y las gentes de Barlovento no fue contra el rey sino contra los malos empleados del rey, es cierto, pero si el rey persistía en proteger a sus malos empleados y perjudicar a sus súbditos leales, habría que pensar en que el rey estaba equivocado. No era Dios, era apenas el rey. Don Felipe Ricardos comprendió que no las tenía todas consigo y decidió dar un castigo ejemplar. Por eso hizo derrumbar la casa del infeliz León y sembrarle sal y colocar el poste de ignominia. Que los vecinos supieran que no se trataba de juegos. Que en eso les iba la vida. Y por eso, tanto Ricardos como Remírez de Estenoz como Solano y Bote gobernaron con mano fuerte y reforzaron la organización militar para de­fender los derechos de Su Majestad el Rey, consagrados por la Santa Iglesia Apostólica y Romana por boca de varios Papas. Le tocó al seminarista Marrero, que apenas tenía catorce años, sentir el terremoto del 21 de octubre de 1766, cuando la tierra se sacudió, como para quitarse de encima el peso de la catedral, (o el de la ciudad entera, quizá porque intuía que a la larga ese peso sería exagerado). Algo muy malo debía estar ocurriendo en la tierra, en esta tierra, algo que hacía que Dios enviara ese aviso de muerte a los hombres. Primero las viruelas y después el temblor ¿No sería la soberbia del rey y de sus malos empleados? Habría que estudiar, que buscar en los libros las respuestas. Para eso se hicieron las universidades, no para proteger los intereses de nadie, de ningún mortal, sino de la humanidad. En 1773 el joven Marrero se graduó de Maestro en Filosofía en 1773 y de Doctor en Sagrada Teología en 1774. Bonete y Libro fueron suyos con inmensa alegría y ósculos de paz, pues paz imperaba en Caracas gracias al trabajo beneficioso del Obispo Diego Antonio Diez Madroñero, que ya no estaba, pero había dejado aires de concordia que todavía se respiraban, y a la personalidad amable, aunque firme, del gobernador y capitán general don José Carlos de Agüero. Tenía la ciudad entonces diez y ocho mil seiscientos habitantes, según el censo del dromómano Obispo Mariano Martí y se empezaba a exportar café, ese grano con el que hacían una infusión amarga y estimulante. Se trata de un arbusto oriundo de Abisinia, “que fue traído de París a Guadalupe por Desclieux en 1720. De allí pasó a Cayena en 1725, y en seguida a Venezuela” (Rojas, Arístides). Una vez doctorado en Teología, Baltasar de los Reyes Marrero pasó de ser alumno a ser maestro, y regentó las cátedras de Teología de Vísperas, Latinidad y Filosofía. Fue entonces cuando para que los escolares de la Universidad “huyeran de las eternas disputas de nombres y ridiculeces con que se ha hecho despreciable el peripato” la emprendió contra la escolástica y empezó a enseñar Filosofía, Álgebra, Aritmética y Geometría, por lo cual fue protestado ante la corte, el 1789. Y es que era mucho pedir: Abandonar a Aristóteles y a los tomistas, enseñar Racionalismo, hablar de Locke, Newton, Spinoza, Leibnitz y Descartes en la Caracas del gobernador Guillelmi era buscarse una acusación de “infiel a Dios” y de enemigo del rey, como se la encontró. Las autoridades ya sabían que allá afuera estaba Francisco de Miranda, Pancho Miranda, con su casaca roja y su zarcillo en una oreja y sus ideas republicanas, y que desde Francia se regaban ideas peligrosísimas, tal como desde los Estados Unidos. Muy bien librado salió Marrero, condenado apenas a pagar una multa y a no seguir enseñando esas jerigonzas que hacían daño a los jóvenes. “Eppur si muove”, debe haber dicho en un rapto de originalidad, al renunciar a la Cátedra e irse como simple cura a oficiar misas en La Guaira. Nunca se sabrá si tuvo algo que ver con lo de Gual y España. En 1800 era Tesorero de la catedral, y desde el 800 hasta su muerte (que fue en mayo de 1809, poco antes de cumplir los cincuenta y siete años) fue Maestrescuela y Cancelario de la Universidad, lo cual nos hace ver que no se le consideraba particularmente peligroso. Ya lograda la Independencia, el Claustro Universitario lo declaró “Ilustre fundador de la Filosofía Moderna en Venezuela”, lo que nos indica que tampoco debe haber abjurado del todo de sus creencias. 1827, al fin y al cabo, fue el año en que Simón Bolívar, asesorado por José María Vargas y José Rafael Revenga, ambos egresados de la Universidad de Caracas, promulgó un decreto fechado el 24 de junio en el que se organizó y se reorientó la institución como parte del sistema republicano, con lo que dejó de ser “Real y Pontificia Universidad de Caracas” para convertirse en lo que siempre ha sido desde entonces: La Universidad Central de Venezuela, fuente verdadera de sabiduría que trataría de compensar el atraso generado por tantos años de oscuridad y luego por quince de guerra. Pero sin darnos cuenta nos hemos adelantado demasiado en el tiempo y en el espacio. Retrocedamos otra vez a donde dejamos servida la mesa para cenar una indigesta Compañía.

FIN

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