EL PADRE DE TODAS LAS PATRIAS (I)

El personaje más interesante, más importante que ha producido la América española, antes y después de la Independencia es, sin duda alguna, don Francisco de Miranda. Uno de los más grandes escritores latinoamericanos, Manuel Gálvez, escribió su biografía, y en el título del libro lo calificó de “el más universal de los americanos”. Esa es la visión que de Miranda debería tenerse. Son muchos los libros que sobre él se han escrito, y su nombre figura en muchísimos más. No solo porque fue el verdadero iniciador del proceso de Independencia de la América española, sino porque su vida fue apasionante, tuvo una actuación destacada en la Revolución Francesa y, en general, fue un personaje que se hizo sentir en Europa y parte de Asia durante el siglo XVIII, que para la civilización occidental fue el siglo de las luces. Y justamente eso fue Miranda, un hispanoamericano, que en vez de encandilarse por las luces ajenas iluminó el mundo de su tiempo. En Venezuela, la religión bolivariana impide que esa verdad se reconozca, y es por ello por lo que se llama “el Precursor”, cuando en realidad precursores podrán ser Gual y España, o Chirino, o hasta León. Miranda fue el ejecutor de la Independencia, el inspirador, el padre de todas las patrias americanas en las que se habla español. Al final de su vida, tal como Bolívar, fracasó. A Bolívar, haciendo gala de una gran ignorancia, suelen llamarlo “el Washington latinoamericano”, cuando las diferencias entre Washington y Bolívar son abismales. Miranda podría ser el que cumplió en nuestra América el papel más cercano al de Washington en la del norte, y aunque sus dimensiones son muy distintas, ambos personajes podrían tener algunos elementos en común. Pero no hay duda de que a Miranda lo persiguió la mala suerte. No las dificultades, como a Bolívar, sino la mala suerte, que hasta ha hecho que se trate de comparar su figura con la de Bolívar, lo cual es un despropósito. Miranda es Miranda y Bolívar es Bolívar, y entre los dos crearon un auténtico Nuevo Mundo. O quisieron crearlo, que es algo que aún no se ha hecho, que está todavía por hacerse, pero que empezó, en realidad, en el tiempo de Francisco de Miranda. No antes ni después. Cuando empezó el tiempo de Miranda, en 1808, no se necesitaba ser adivino ni tener fuentes mágicas para vaticinar que al poder español en América le quedaba poco tiempo. España era una potencia moribunda, y demasiado había resistido el embate del tiempo, la corriente indetenible de la historia. Otros países se habían nutrido de su savia y la habían dejado, pálida y ojerosa, lista para caer por un barranco. Dos años antes sus fuerzas habían sido suficientes para aplastar los sueños de Miranda, pero no para vencer las ideas de Miranda, que circulaban por las noches, que eran mucho más claras que los días. La situación europea, a causa del orden impuesto por Napoleón en Francia y de la necesidad que tenían otros países de apartar del panorama todo lo que había nacido en la Revolución Francesa y viajaba en las mochilas de los soldados de Francia, se hacía cada vez más complicada. Ya en Venezuela y muy especialmente en Caracas, a pesar de todo el proceso represivo de Guevara y Vasconcelos y de todo el que tuviera algo que ver con el poder español, brillaba como un faro colosal la figura de Miranda, ese hombre de características extraordinarias cuyo sitio exacto de nacimiento se ignora. Es posible que haya nacido en lo que hoy se conoce como la Esquina del Hoyo, en donde su padre tuvo un par de casas, una de ellas destinada al establecimiento comercial de su propiedad y la otra, con toda probabilidad, a residencia (Polanco Alcántara, Tomás, “Francisco de Miranda ¿Ulises, don Juan o don Quijote?”, Edición Patrocinada por Vencemos, Caracas, 1997, p. 4). De ser así, Miranda nació a cinco cuadras de donde nació Bolívar y a diez de donde nacieron Simón Rodríguez y Andrés Bello (que vieron la luz primera a menos de una cuadra el uno del otro), lo cual convierte a Caracas en un sitio único e irrepetible en América y el mundo. Es posible también que haya nacido en La Candelaria, cerca de la Iglesia de aquel barrio ocupado por canarios, en donde su padre también era propietario de un par de casas. Pero hay otra sobre la que sí se sabe de la presencia del joven Miranda: en el centro de esa ciudad privilegiada por la Historia, calle por medio del llamado Capitolio, que construyó un dictador “ilustrado” entre 1870 y 1877, hay un edificio de muy dudoso gusto que ocupa la esquina inferior Oeste y, para colmo, se llama “Edificio Miranda”, como para burlarse de la Venezuela petrolera que permitió hacer ese desaguisado. Y ni siquiera hay un monumento o un medallón que nos haga recordar que allí, calle por medio del convento de las monjas concepciones, estuvo la casa en donde Miranda pasó su juventud, que fue comprada por su padre a los hijos de don Francisco Mexía cuando Miranda tenía doce años. Casa “de tapia y rafa cubierta de teja”, como allí se describe, “con veintiocho varas y un cuarto de solar de frente y seis varas y un cuarto de fondo” (Núñez, Enrique Bernardo, p. 160). De allí partió Francisco hacia otros horizontes, luego de pasar por la desagradable experiencia de que el orgullo y los intereses políticos de los mantuanos vetaran a su padre cuando quiso ser capitán de las Milicias de Blancos de Caracas, no porque fuera comerciante, como se ha dicho, sino porque era europeo (Sucre, Luis Alberto, p. 280). Eran los tiempos del rey Carlos III en España y ya el escenario se estaba preparando para todo lo que vino después, especialmente para el duro proceso de la Independencia latinoamericana, en el cual Francisco de Miranda tuvo mucho que ver, y dentro de las contradicciones de la realidad, los hijos de los que rechazaron a don Sebastián de Miranda fueron los encargados de llamar a su hijo viajero para que los ayudara en la inmensa empresa independentista. No pudieron entenderse porque, un poco a causa de aquel primer pleito tan injusto y un poco por lo que había vivido Miranda en el torbellino de la Revolución Francesa, cuando se reencontraron, hablaban idiomas diferentes. Pero todo era parte de un proceso indispensable. Justamente en los días en que don Sebastián de Miranda y Ravelo, dueño de una tienda de géneros, una panadería y varias casas que alquilaba a terceros, compró su nueva casa, su hijo Francisco entraba a estudiar Latinidad y Menores en la Universidad de Caracas, a un cuadra hacia el Este de su vivienda, y todos los días pasaba con sus sueños frente al convento de las monjas Concepciones. A los veintiún años atravesó la mar océana, se compró una flauta, se hizo trajes a la moda y estudió inglés, francés y geografía, además de empezar a adquirir libros, muchos de ellos prohibidos por la Santa Inquisición. Se compró también una plaza de oficial en el ejército español y terminó peleado a muerte con su superior. Conoció entonces al inglés John Turnbull, que será su amigo siempre. Después, en La Habana, se topó otra vez con la injusticia, tras haberse destacado como oficial y llegar a teniente coronel. A los treinta y tres años huye y se refugia en los Estados Unidos (1783, casi dos meses antes del nacimiento de Bolívar), y allí se relaciona con Washington, Adams, Hamilton y La Fayette. Y con la idea de la Independencia latinoamericana. Pero también con diez jovencitas encantadoras. Así se iniciaron sus tres carreras: la del político que quiere crear un país independiente y poderoso en la América invadida tres siglos antes por los españoles, la del viajero que recorre el mundo entero aprendiendo y escribiendo y buscando apoyo para su proyecto, y la del mujeriego y galante que también anota con especial gracia sus conquistas. En Caracas quedan su padre y sus hermanas. En la bellísima y bucólica Caracas, dominada por la bruma y la tiniebla que él mismo ilumina con sus ideas.

(Continuará)

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