Carmen Clemente Travieso, a partir de la descripción hecha por el capitán D. Bernardo de Vargas Machuca (publicada en Madrid en 1892), da una serie de detalles de la ceremonia que cumplían los Conquistadores, previamente autorizados para tomar posesión en nombre de “Su Magestad el Rey” de territorios que se proponían evangelizar. Dice que “la fundación de una ciudad era sencilla: “un pregonero publicaba los poderes necesarios para la fundación en presencia de los pobladores y testigos que habían de firmar el Acta; luego se contaba con la libre voluntad de los vecinos que ‘querían poblar e bien e con seguridad’ en tal parte y sitio determinado; hecho esto se ponía el nombre que debía llevar la población y fijando en el Padrón, se declaraba establecida y fundada la ciudad en nombre de Su Magestad el Rey de España y de la nación española…’ “Arbolado el rollo, el Capitán echaba mano a la espalda (sic) y delante de testigos y pobladores, tocaba por dos veces el Padrón retando a los presentes en estos o parecidos términos: “Si alguno es tan osado y villano que contradijere este muy grande acto por el cual tomo posesión de este territorio y provincia en nombre de Su Magestad el Rey de España que Dios guarde, y para gloria de Dios Nuestro Señor, que comparezca y lo diga…’ “La frase era repetida tres veces y la señal de posesión era dada por el caudillo, quien cortaba con su espada las plantas y yerbas del sitio elegido para la ciudad. Luego todo se hacía constar en el Acta. Después se ejecutaba la ‘ceremonia de protestación’ de la manera siguiente: “El caudillo toma un cuchillo, lo hinca en el rollo y dice a los presentes: “’Caballeros, soldados y compañeros míos y los que presentes estáis, aquí señalo horca y cuchillo, fundo y sitio la ciudad… la cual guarde Dios por largos años con aditamento de reedificarla en la parte que más conviniere, la cual pueblo en nombre de su magestad y en su real nombre guardaré y mantendré en paz y justicia a todos los españoles, conquistadores, vecinos y habitantes y forasteros y a todos los naturales’”. (Clemente Travieso, Carmen, “Las Esquinas de Caracas”, 3a. Edición, Caracas, Venezuela, 1973, pp. 27-28). También en torno a la fecha y lugar de la fundación de la futura capital, Carmen Clemente Travieso, que aunque no fue historiadora y en cambio sí muy amiga de inventar, cita a Oviedo y Baños, que en su “Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela”, dice: “El día en que Losada ejecutó esa fundación es tan ignorado en lo presente, que no han bastado mis diligencias para averiguarlo con certeza, pues ni hay persona anciana que lo sepa, ni archivo antiguo que lo diga; y cuando pensé hallar en los libros del Cabildo expresa con claridad esta circunstancia, habiéndolos reconocido con cuidado los encontré tan diminutos y faltos de las noticias de aquellos años, que los papeles más antiguos que contienen son del tiempo que gobernó Don Juan de Pimentel” (Clemente Travieso, Carmen, Op. Cit., pp. 9-10). Vemos pues, que, muy a lo español, hay todo un ceremonial enredadísimo que cumplir, pero también un Acta que llenar y firmar. De ceremonias no cumplidas o cumplidas a medias y sin convicción, pero certificadas por actas mentirosas, están repletos el Archivo de Indias, todos los archivos de España y todos los de los países que surgieron de la América española. En las Actas de Nacimiento se afirma solemnemente que el funcionario (Jefe Civil o Alcalde o Jefe de Policía o cualquier otro título que se le endilgue) vio, palpó y casi que le cambió los pañales al crío que le fue presentado, cuando por lo general el funcionario se limitó a firmar lo que le puso por delante un amanuense, que apenas vio un papel que llevó al padre o quien haya cumplido con la formalidad burocrática de presentar al niño. Las Actas de matrimonio narran en Venezuela que “in continente” el interrogado respondió “en voz alta, clara e inteligible ‘Sí, la acepto’”, cuando por lo general, por el nerviosismo o la emoción del momento, el futuro esposo a duras penas alcanza a musitar un lastimero “sí”, cuando no un “mhm” que a duras penas escucha la futura esposa. Por otra parte, casi toda la discusión se basa en el sitio de residencia de don Diego, y en que no se ha podido encontrar forma de probar que la fundación se hizo en tal o cual sitio o en una determinada fecha. No es de extrañar, pues, que don Diego no fundara en absoluto la ciudad, sino que se estableciera en el sitio, a resguardo de los indígenas, junto a un barranco que daba a las aguas del Catuche; y que también mandara a hacer un templo en honor de San Sebastián, pues como buen español no podía dejar de ser supersticioso; y que ordenara que en el sitio de La Torre se hiciera la iglesia principal y frente a ella la Plaza Mayor, que sería el centro del burgo. Y que después, luego de chasquear los dedos, se acordara de que había que “fundar”, y a alguno de sus subalternos (¿por qué no a su sobrino y partidario Gonzalo de Osorio?) le ordenara llenar el Acta, si es que acaso se hizo alguna vez, para que todo quedara en paz con Dios y con el rey. El Acta, si la hubo, fue robada por piratas, y allí nació todo este lío. Si es que lo hay. No olvidemos que don Diego, luego de triunfar en donde otros habían fracasado, después de probarse excelente soldado y buen caudillo, dedicó no pocos esfuerzos a lo que Isaac J. Pardo ha llamado, con toda razón, “las marramucias del tinterillo” (Pardo, Isaac J., Op. Cit., p. 164. “Tinterillo” se usa en su acepción americana, de picapleitos, persona que sin tener verdadero criterio jurídico cree ceñirse a la letra de la Ley, cuando en realidad ignora el fondo. Es sinónimo de “leguleyo”). Le siguió a Guacaipuro (cuyo nombre era así, sin “i” entre la “c” y la “a”), como si se tratara de un súbdito del monarca español, un juicio “in absentia”, en el que, desde luego, la condena no se hizo esperar. A partir de esa condena, ordenó su captura, que no fue posible, pues el cacique indio prefirió la muerte heroica a la prisión denigrante, con lo que su nombre entró a la Historia de Venezuela y de América; luego arrestó a otros caciques y combatientes indígenas y de manera artera los hizo empalar, lo cual dio pie a Francisco Infante y otros españoles para que corrieran, armados de pruebas, a visitar al gobernador Ponce de León y denunciar las tropelías del fundador, de resultas de lo cual, el fundador fue desplazado por uno de los hijos del gobernador, en un curioso acto de justicia en favor de los indios despojados y traicionados, que seguramente celebraron muy poco tal victoria moral. De allí en adelante, Losada no recuperaría jamás su posición, que al parecer venía ya amenazada desde el comienzo, no solo por la presencia en su partida de tres hijos del gobernador Ponce de León, sino por la de Francisco Infante, que habría de ser su rival y quien lo derrotara en la práctica. Isaac J. Pardo opina sobre esta primera intriga en la futura capital de Venezuela que al nombrar como alcaldes a su sobrino Osorio y a Francisco Infante, Losada partió la vida de la ciudad en dos corrientes (Pardo, Isaac J., Op. Cit., p. 180). Infante no era precisamente un ángel del cielo: Una de sus proezas fue la de robarle al cacique Baruta una vasta porción de terreno para hacer en ella un hato, aun cuando se trataba de tierras encomendadas a Alonso Andrea de Ledesma, que sin esperar nada bueno de Infante planteó querella en defensa de sus “derechos”, y quizá con la mente puesta en lograr dote para poder casar a sus hijas.
Un hecho curioso, expuesto por el autor de “Gobernadores y Capitanes Generales”, el historiador Luis Alberto Sucre, en 1924, en un trabajo publicado con motivo del centenario de la batalla de Ayacucho, es el que tanto Simón Bolívar como Antonio José de Sucre, las dos mayores glorias de América, eran descendientes directos de Francisco Infante: Bolívar porque su sexto abuelo era Francisco Infante el Mozo, y Sucre porque su sexta abuela era doña Francisca de Rojas, que también era hija legítima del conquistador Infante (Sucre, Luis Alberto, “Bolívar y Sucre Unidos por el Linaje y por la Gloria”, Tipografía Americana, Caracas, Venezuela, 1924).
(Continuará)
EL DÍA DE CARACAS (II)
EL DÍA DE CARACAS (I)

Los 23 caciques mariches empalados fue un hecho cierto, se documenta ese «castigo» en 1569, siendo Diego de Henares el alcalde-gobernador a cargo y quien ordenó esa medida, no habiendo gobernador por fallecido en mayo de 1569 ni estando ya Losada, ido el año anterior de 1568, en julio.
Los descendientes de Henares y testigos en sus probanzas lo afirman y lo ponen como uno de sus méritos y servicios al rey…