CIUDAD POR CÁRCEL (I)

Cerca de cuarenta años después de la fundación de Caracas, entre 1606 y 1611, al Noroeste de la Plaza Mayor, o sea en la esquina Noreste de la manzana que hoy se identifica por las esquinas de Principal, Conde, Monjas y Padre Sierra, estaba la casa del gobernador Sancho de Alquiza, cuyo nombre, un tanto deformado, subsiste como toponímico en el viejo camino de los españoles, en lo que fue su finca personal, que hoy es una zona llamada Sanchorquiz, cerca de donde estuvieron los almacenes de la Guipuzcoana. La casa del gobernador Sancho de Alquiza (Clemente Travieso, Carmen, Op. Cit., p. 40) era una de esas en las que se reunían los capitulares por “no aver casas de cabildo”. Sanchorquiz fue un gobernante duro, que por cuestiones de impuestos o de contrabando puso tras las rejas a más de un poderoso, lo cual, por no haber tampoco cárcel, se cumplía en la vivienda del gobernador. De manera que no tiene nada de raro que en donde estuvo su casa se haya hecho después una cárcel. Ni que la ciudad que gobernó como ciudad la convirtiera en cárcel. Pero eso fue mucho después. Alquiza salió de Santiago de León de Caracas en 1611, luego fue gobernador y capitán general de Cuba, en donde murió como un cascarrabias, de un ataque de ira, en 1619 (Sucre, Luis Alberto, Op. Cit., pp. 106-107). Es de notar que al terminar el gobierno de Alquiza, dos tercios de la población de Caracas ya no estaban en el antiguo valle de los toromaynas, en buena parte por el alegado despotismo y la evidente rigidez del gobernador, que además de combatir la herejía y el contrabando, se empeñó, entre otras cosas, en cobrar altísimos tributos a los encomenderos que no tuvieran confirmados sus títulos de propiedad que, “mutatis mutandi”, tal como ahora, seguramente eran mayoría; como se empeñó en combatir la evasión de impuestos, la morosidad en las deudas con el fisco y, en general, todo lo que desde entonces hasta ahora ha sido normal entre conquistadores y empresarios por igual, a su partida debe haber habido un colectivo suspiro de alivio entre el tercio de la población que se quedó en Caracas, aunque Alquiza, luego de haber hecho ahorcar a un infeliz que comerció con piratas, solicitó al rey un perdón general para los que habían practicado el “comercio ilícito” (20 de julio de 1606), porque, de no hacerse así, se despoblaría del todo Caracas, dijo. No dijo, en cambio, que su severidad y su incapacidad para entender el alma colectiva de los habitantes de la pequeña ciudad que ya la estaban despoblando. El perdón fue concedido en 1607. No es extrañar, pues, que los caraqueños de entonces le tomaran ojeriza a la casa en donde vivió aquel personaje odioso y odiado, que, entre otras lindezas, inventó un impuesto para los negros y mestizos que no debe haberlo hecho muy popular, ni siquiera entre los blancos. La Cárcel Real, construida en terrenos de la que fue de Sanchorquiz, como buena parte de las caraqueñas fue derrumbada por la madre tierra el 11 de junio de 1641. Debe haberse iniciado su construcción a fines de ese siglo XVII, probablemente en 1693 o 1694, en tiempos en los que ya España había perdido su inmenso poder y había dado paso a Francia, que se había convertido en la potencia emergente que dominaba casi toda la porción del mundo que durante mucho tiempo España había dominado. La decadencia del Imperio no solo se notaba en sus problemas con Cataluña, sino que se reflejaba abiertamente en la América española. El terreno fue comprado por el gobernador Diego Jiménez de Enziso, que fue destituido en 1692, a los herederos de don Antonio de Tovar. Por parte del gobernador Enziso negoció la compraventa el Regidor Bartolomé de Soto (Núñez, Enrique Bernardo, Op. Cit., p. 19). Posiblemente Enziso hiciera allí una primera Cárcel, en tanto que la segunda y definitiva fue levantada por don Francisco de Berrotarán, Marqués del Valle de Santiago, que debió enfrentar la situación creada por el desgobierno de sus antecesores, Jiménez de Enziso y Diego Bartolomé Bravo de Anaya. Además de los efectos de un par de epidemias, una de vómito negro y otra de viruelas, que entró a la ciudad traída por un esclavo y se propagó (en julio de 1692) desde la Cárcel Real. Es probable que por ello Berrotarán hiciera una nueva, que es el mismo edificio actual, muy modificado, de la Casa Amarilla. La autoridad colonial, tal como ahora, estaba ligada fuerte­mente a la idea de represión. Decir cárcel, entonces, significaba, inevitablemente, tortura, potro, deshumanización y tiniebla. Según Carmen Clemente Travieso, la Cárcel Real gozaba “la fama de haber sido teatro de escenas terribles. Corrían las voces de que en sus sótanos existían cadenas atadas a las paredes las cuales sostenían a los presos por los puños siempre de pie, hasta que morían por inanición y hambre. También corría la noticia o leyenda de que habían sido tapiados muchos patriotas bajo sus pisos en sitios donde no cabía un hombre de pie” (Clemente Travieso, Carmen, Op. Cit., p. 40). Es la imagen tétrica que uno tiene de las cárceles en tiempos de la Inquisición o de los piratas. O del novelesco Conde de Montecristo por las películas de Hollywood y sus imitaciones televisivas. Así como por los museos históricos europeos, que han acentuado hasta lo indecible esa percepción. Aunque en verdad no está muy lejos de lo que ocurre en las cárceles de muchos sitios en la actualidad, y no solamente de los países en los que imperan regímenes totalitarios, sino, por desgracia, de muchas Repúblicas que se precian de su democracia. Venezuela ha construido centros penitenciarios que en teoría son modernísimos, diseñados por arquitectos, en los que, por lo menos en el papel, ha habido la intención de que los reclusos tengan oportunidades de reconstruir sus vidas y no de perderlas en el ocio de las paredes manchadas de olvido. Solo que, como en muchas otras materias, hay un divorcio entre la teoría y la práctica. El gobierno de Chávez impulsó una política absurda, que convirtió varios de esos penales abarrotados en grotescos centros de vicio, con “discotecas” y tráfico de drogas, en los que literalmente gobiernan auténticos caudillos del delito, a los que llaman “pranes”, que corrompen a las autoridades y todo lo que tocan. Sin duda, los pobladores de Caracas verían con pavor la esquina de Principal desde 1696, cuando ya estaba funcionando allí la Cárcel Real, durante el gobierno de don Francisco Berrotarán, hasta que en tiempos de Páez se tornara en casa de gobierno. Luego, en los de Guzmán Blanco se refaccionó el edificio y se le disimuló el elemento arquitectónico español, para convertirlo en la Casa Amarilla, que es como hoy se le llama, luego de que los sucesos del 19 de abril de 1810 le dieran una luminosidad que hasta entonces no había conocido. De acuerdo al régimen de castas existente entonces en nuestras tierras, la Cárcel Real estaba destinada a los blancos, no a los pardos ni a los negros ni a los indios, que tenían otros centros de reclusión peores aún que el de la futura Casa Amarilla. A veces pasaban por ella hombres no pertenecientes a la clase de los blancos, pero era solamente mientras los ubicaban en los centros destinados a los de su casta. La Cárcel Real era para blancos, criollos o peninsulares, especialmente aquellos cuyos delitos fueran civiles o políticos, de manera que aun cuando su régimen era terrible, lo era menos que los de las llamadas Casas de Corrección. Y aun así, son muchas las noticias sobre torturas y muertes violentas que corrían por las calles empedradas de Caracas en relación a la Cárcel Real. Quién sabe cuántos sueños quedaron entre tinieblas, tapiados a cal y canto.

(Continuará)

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