ARCHIPIÉLAGO DE COLORES (II)

Era ineludible que esas formas de discriminación y de control viajaran a Indias y se modificaran de acuerdo a la realidad de este lado de la mar océana. Y hasta llegaran a codificarse con miras a crear un sistema de excepciones que, además tendría tinte fiscal. En el caso concreto de Venezuela, la escala de castas era la siguiente: En el tope de la pirámide estaban las familias que tenían títulos de nobleza traídos de España, y que dominaban no solo la política, sino el comercio exterior y “una buena parte del intercambio de mercaderías internas o su producción” (Rodulfo Cortés, Santos, “El Régimen de ‘Las Gracias al Sacar’ en Venezuela durante el período hispánico”, Tomo I, Academia Nacional de la Histo­ria, Caracas, Venezuela, 1978, p. 86). A esa capa seguía la de los agricultores propiamente dichos, de donde salía, como una derivación natural y por vía de las relaciones extramaritales, la de los mestizos que servirían de mayordomos y vigilantes del orden. Allí comenzaba la escala de los llamados pardos, clasificada por la cercanía (o lejanía) del candidato con su más cercano antepasado blanco. Así, había tercerones (hijos de blancos con mulatos), cuarterones (sucesores de blancos y tercerones) y quinterones (de blancos con cuarterones). A esa categoría seguía, siempre hacia abajo, la de los zambos, que eran producto de la mezcla de negros e indios y los “tente en el aire”, mezcla de zambos con tercerones o cuarterones o quinterones, y como penúltimos en la escala, estaban los “salto atrás”, que eran producto de la unión de cuarterones o quinterones con mulatos, que a su vez eran los que salían de la mezcla de blanco y negro. Y los últimos en la escala eran los negros que habían llegado al país como objetos, no como personas. Los indios, de por sí, constituían una clase aparte (Rodulfo Cortés, Santos, Op. Cit., pp. 88-89). Un elemento que hay que tener muy en cuenta es el que los orgullosos blancos de la primera capa no podían ser gobernadores, sino tenían que acatar a un gobernador nacido en la Península o, excepcionalmente, en otra parte del Nuevo Mundo. Es algo que tendría mucha importancia en 1810.

La Corona española, ya hacia el siglo XVIII, estableció todo un sistema de excepciones, compra de títulos y anulación de restricciones, que llamó de “Gracias al sacar”, y que demuestra que la práctica de establecer castas como parte de la estructura jurídica imperante no tenía ninguna base, ni biológica ni lógica, ni era defendible desde ningún punto de vista, puesto que con el simple pago de determinadas cantidades se podía ascender de una a otra, por mucho protestara la otra. Hacia fines del siglo XVIII Humboldt observa que se ha producido un cambio importante en el concepto de nobleza: “En las colonias españolas la aristocracia tiene un contrapeso de otra suerte, cuya acción se hace de día en día más poderosa: Entre los blancos ha penetrado un sentimiento de igualdad; y por donde quiera que se mira a los pardos, bien como esclavos, bien como manumitidos, lo que constituye la nobleza es la libertad hereditaria, la persuasión íntima de no contar entre los antepasados sino hombres li­bres” (Humboldt, Alejandro de, Op Cit., Tomo II, p. 263). Ello implica que la clase dominante se diferencia abiertamente de los criterios europeos, y de esa primera diferenciación a las que siguieron, bajo influencia de la Revolución de América del Norte y la Revolución Francesa, solo había una línea que les fue muy fácil cruzar bajo el signo de la ilustración. Sin embargo, ese archipiélago de colores creado artificialmente por la corona española se constituyó en serio obstáculo para el progreso político y social que buscaban los mantuanos de la última generación: Los nobles criollos, o por lo menos los jóvenes de esa casta, orgullosos de ser de linajes libres y en razón de haber tenido acceso a las ideas más avanzadas de su tiempo, lucharon por la libertad de todos y en contra de la dominación de España; mientras que los pardos y los esclavos, acostumbrados a que se les considerara inferiores y a ser esclavos, lucharon al comienzo contra la libertad y en favor de la dominación española, lo cual, con nuestra óptica actual, nos parece un simple contrasentido. Pero, si tratamos de usar la óptica de su tiempo nos daremos cuenta de que ambos grupos tenían sus razones y su razón y, sobretodo, sus sinrazones. Antes de que Bolívar asumiera el mando real, la guerra de colores marcó la pauta. Desde que Bolívar se convirtió en la cabeza de la revolución, aquello de los “colores” empezó a quedarse en el pasado y se inició una guerra entre naciones: España, la potencia imperial y colonial, y las Repúblicas americanas, hijas y madres de la libertad. Posiblemente esa haya sido la causa del éxito político y militar del Libertador Simón Bolívar, el haberse dado cuenta de que la división artificial de castas creada por las autoridades coloniales españolas, que se apoyaba en un archipiélago de colores contrario a la naturaleza, era una versión perversa del “divide et impera” de los romanos, y, por tanto, era indispensable convertir aquel archipiélago en un nuevo continente, no de islas sino de tierra firme, para lograr que el sueño empezara a convertirse en realidad. Eso lo pagó muy caro Piar, cuando trató, como hoy, de echar el reloj de la Historia hacia atrás, que es, como para completar lo absurdo de esas situaciones, lo que al final del siglo XX y comienzos del XXI ha hecho un grupo anacrónico en Venezuela, y que para hacer aún más absurdo lo absurdo, se dice seguidor de Bolívar, cuando en realidad siguen las ideas de Boves, el peor enemigo de Bolívar, pero eso corresponde a otro tiempo, del que no tenemos por qué hablar aquí.

FIN

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